Cuando tenía 13 años, me leí Los hijos del vidriero. La profe de Lengua nos lo había mandado como lectura obligatoria. "Lectura obligatoria" es un concepto espantoso y contraproducente donde los haya, así que yo pasé página tras página de aquel libro sintiendo en mis mismos huesos el arrastre pesumbroso de las horas. Sin embargo, me encontré cautivade por uno de los primeros conceptos presentados en el taller del artesano del cristal.
Qué hermoso es el sonido producido por las piezas al caerse al suelo y quebrarse. Qué increíblemente frágiles son las cosas más bellas, en las que hemos insuflado tanto de nuestro propio aire. Klas, el pequeño hijo del vidriero, se regocijaba con el campaneo de cada recipiente en el instante de su muerte en mil pedazos, para inmediatamente comprobar con horror la realidad. Aquello que se creó y que se amó, se fue. Acaba de irse, ahora mismo, delante tuya. Y para siempre.
Desapareció, terminantemente. Solo quedan trocitos con los que no se puede hacer nada. Es irrecuperable. Solo nos queda barrerlos, sintiendo en el pecho el pinchazo del luto como si de algún modo imperceptible los hubiéramos respirado y nuestra sangre los hubiera llevado directos en contraataque a nuestro corazón.
Como se puede ver, nunca jamás me olvidé de lo que Maria Gripe me dijo.
Desde entonces, rompí muchos cristales. Pensé en sus palabras todas y cada una de esas veces. La mayoría se me resbalaron de las manos sin querer; otros, los lancé deliberadamente al suelo. Fue doloroso, aterrador, liberador y placentero, cada vez. Recibí ese placer con culpa. Recibí esa muerte con anhelo. Y todos esos sentimientos, al final del día desaparecieron, dejaron de existir tal como lo hicieron cada uno de esos objetos. O quizás, solo se transformaron en otra cosa, ¿sería más correcto pensar eso? Quizás cada copa y cada botella, sencillamente regresaron a la arena de la que surgieron una noche como los cisnes en el lago, diluídos de nuevo al término del plenilunio.
Si tan solo eso fuera enteramente cierto. Muchas veces el cristal fue molido en polvo resplandeciente, que efectivamente, desintegré de un soplido. Pero no siempre. Si me quedo en silencio, puedo escuchar todavía el lastímero tintineo de las astillas que se quedaron clavadas en mis manos como las espinas de la rosa. Es terrible verlas introducirse, con tus ojos plenamente abiertos, tan hondo en la piel y tan rápidamente recogidas por la corriente de tu pulso, que se las lleva lenta pero imparablemente hacia la vorágine rugiente de tu corazón. Es terrible saber lo que pasa una vez lleguen ahí. Y que no me quede más que hacer que esperarlo, tan pacientemente, con dolor, con terror, con culpa, con deseo.
Es bien conocido lo catártico que es romper vidrio. Da miedo el planteo de acabar con la vida de algo valioso y bello, potencialmente útil y colmado, incluso cuando está hueco, de tanto esfuerzo. Sabes perfectamente que luego tienes que recoger los restos. Aún así, hay una bestia dentro de ti a la que, de algún modo, le da igual todo eso. El acuciante deseo de transgredir ese mismo respeto que en ti impone la ideación. De terminar de una vez por todas con ello.
Yo morí muchas veces de esta manera. Reventade bajo la presión del sol del mediodía, empujade al vacío desde el borde de una mesa, heche añicos en las manos de alguien que me sujetaba con demasiada fuerza. Del mismo modo, yo maté. Con y sin remordimientos. Alguna vez incluso fui mi propia víctima y mi propio verdugo. El denominador común siendo la transparencia. Todos y cada uno de esos yos se perdieron sin posibilidad alguna de arrejuntar sus piezas, desvanecidos para siempre de la existencia. ¿Cómo es posible, entonces, que siga aquí entere, escribiendo sobre el libro que me leí hace ya casi dos décadas?
Porque sigo y seguiré soplando pompas de cristal nuevas, por más que sepa lo que les espera.