El mundo es
hermoso. Esta es la conclusión a la que llego día tras día de mi vida, desde
donde mi memoria alcanza. Cuando mis pies aún no me sostenían, el mundo era
hermoso. Cuando mis ojos no discernían, el mundo era hermoso. Cuando mi corazón
no latía, el mundo era hermoso. Y ahora que mi alma se cubre de pesado polvo,
el mundo es igual de hermoso todavía. Incluso si ninguno de mis más tiernos y
sencillos sueños se llegue a cumplir nunca, el mundo será hermoso siempre, pues
esa es la verdad que he descubierto al vivir; tan simple, tan concreta y obvia,
tan ajena a mí que me pregunto si de verdad hacía falta que naciera para saberla.
Bueno, quizás sí para que yo me diera cuenta. Y por ello, a pesar de que las
sombras me cercan, de que mi corazón se encoje de frustración y he de dominar
con cada vez más implacabilidad la bestia de mi espíritu para que no odie y caiga,
por tanto, en la más inútil vileza, estoy muy contenta. Estoy tan contenta… de
haber nacido, aunque fuese para nada. Oh, ¡qué para nada! Si yo he nacido para
amar. Ahora lo sé, sé que no necesito más. Que mi ego a la altura de la tierra
que se pisa, o incluso más abajo, está genial. Pues en tan postrada posición es
que tan bien puedo contemplar el mundo, tan enteramente verlo, tan
resueltamente comprenderlo y tan complacientemente dejar que su belleza me
arrebate y me convierta en nada más que el vegetal que a la naturaleza
largamente mira mientras largamente se nutre de su amor y riqueza. Y agradecer
a Dios infinitamente, con gratitud igual a su inconmesurable presencia, por la
ordenación perfecta del universo en este eterno y circular carrusel de
maravillas, vulgares y elevadas, queridas y despreciadas, todas objeto de mi
más pulcro amor, de la más pura energía que puede producir un ser humano como
yo, y que en mí es lo más inmenso.
En el día
más ocioso e intelectualmente desierto, miro a mi alrededor, esté donde esté, y
no veo sino belleza. Por sí sola belleza, sin nombre, sin forma, sin valor.
Nada de eso tiene ni necesita la verdadera belleza. Y la verdad es, que toda
belleza es verdadera. Todo lo que a mi alma se le antoja agraciado, más allá de
mis sentidos, lo es indiscutiblemente; sea, analizado por otros parámetros más
subjetivos, más mentirosos y humanizados, cosa mala, buena o neutra, cosa útil
o despreciable, cosa verde o roja, ancha o delgada. Si es bella, lo demás no
importa nada. Nada de esto necesito yo saber para sinceramente amarla. Y solo
pudiendo amar, siendo capaz de insuflar tan dulce y benévolo viento a las más yertas
superficies, que de alegría hace silbar los bosques y saltar en olas al océano,
y que batan los cristales en sus marcos hasta estallar con un grito, yo me siento
como criatura viva realizada, y nunca un desperdicio por no tener mis manos ni
cerebro habilidad práctica. Si mi alma puede amar, amar como los dioses que
protegen y crean, entonces me hallo haciendo ya lo mejor que puede hacerse en
la Tierra; el mejor producto de mi ser va más allá de mi cuerpo, más allá de mi
vida, y en este mundo lo expande mi voluntad.
No me exijas
perfección, no me exijas excelencia; ni siquiera utilidad, ni siquiera
conciencia: lo único que sé hacer bien en la vida es amar, cosa que de hacerse,
nunca se hace mal. Así de mediocre soy, y si mi emoción más franca no te
interesa, entonces ni me mires ni me nombres, pues tu boca seguramente sea de
las que afirman cosas inciertas. El mundo es hermoso, y para advertirlo no
hacen falta ojos siquiera.
1 comentario:
"nunca un desperdicio por no tener mis manos ni cerebro habilidad práctica"
Como decís eso habiendo escrito tantas maravillas? Cada día que pasa te quiero y admiro más, Amandix.
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