La lejana estrella se aleja aún más
en las noches de luna, se esconde bajo su vestido negro para nunca asomar.
¡Cómo osaría la estrellita igual que la luna brillar! Y yo pensando que si te acercas la has de deslumbrar, pues tú eres en la lejanía mucho más grande, luminosa y bella, y en mi corazón me desbordas y se derriten contigo las candelas.
Remota luz que guías los barcos que en estos mares que ni atisbas navegan, luz que das vida en los más desgraciados planetas y los haces paraíso, ¡heme aquí! Tan lejos, y tan llena, por la luz de una tan distante esfera que se piensa que está sola y vale menos que la llama de una vela. ¡Ay, lucero, si tú supieras!
Crecen en mí las flores como si fuese la tierra; viven en mi nariz sus fragancias embriagándome como veinte botellas; ¡si no fuera por el sol que escondido me simienta, sería más que el desierto yerta!
Eclipsada por el plenilunio, que no es más que mascarada, pues la luz de esta luna no es más que el reflejo de otra estrella agachada. Que no te engañen los poetas vendidos a la fría sonrisa de esta reina congelada, desierta, hueca y que toma las sombras por morada, ¡eres tú el calor, eres tú la vida y es tu fulgor el verdadero grial de las hadas!
Los siglos pasarán, y tú resplandecerás por siempre.
Tu fuego será cada vez más fuerte.
En la vida y en la muerte, te amaré siempre, estrella.
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