Me gusta recoger las conchas que deja el mar en la playa. Me pregunto si son un desecho, o un obsequio por su parte.
Las observo en mi mano mojadas, y las guardo en el bolsillo de mi mochila en el que hay menos riesgo de que se caigan, y me las llevo a casa.
Sobretodo las que están rotas o desgastadas de modo que se les ve el iris del nácar. Las vuelvo a mojar, les quito la sal. Me pregunto qué hacer con tantas.
Son como piecitas de mí, reencontradas.
Las pienso destrozadas, como me imagino muchas veces a mí, cuando estoy harta de ser una figura en las láminas. Tan requetemezcladas que podrían estar en puntos opuestos del planeta cachitos de la misma caracola, que ya no es caracola ni es una, ni es más cosa concretada...
¿Cuál de todas estas partículas de arena se va a pegar a tus piernas, de qué coral desintegrado es ese puntito de color rosa en tu espalda?
Quizás nació en la misma cala en la que te bañas o quizás haya viajado alrededor del globo durante milenios, o durante semanas; yo me pregunto, quién se bebió la cerveza que contenía este vidrio pulido, de qué casa reventada se han caído este azulejo, este ladrillo, este pedazo de aglomerado podrido, este cristal de una ventana? ¿Quién habrá visto a través de ella, y qué cosas? ¿De qué animalito sería este huesito? ¿Sería siquiera criatura del agua?
Cómo brilla el mundo molido y desfigurado y despojado de todo su nombre, y significado en tu cara, como una estrellita lejana.
Eso es lo que soy, a veces. ¡Casi como nada! Otras veces, soy una conchita seleccionada que puedo rodear completamente con mi mano y colocar al lado de una figurita de porcelana. O de barro. A veces incluso me siento tan grande como esas enormes caracolas con las que se hacen lámparas. O más bien mediana, de las que te pones en la oreja para escuchar tu propia circulación, tu propia ciudad ajetreada, tu propio rumor de bosque, tus propias olas muriendo incesantemente sobre la playa.
Y así es que yo soy tantas cosas imposibles de reconocer, batidas por el océano, escupidas al continente hasta formar una conveniente rampa para acercarnos sin peligro a él. Así yo dejo de existir para seguir existiendo. Y así yo abrazo la costa entera a la vez que solo soy un granito nunca perceptible por sí mismo, invisible como todas las gotitas de agua que aúna el río, como todos los suspiros que disuelve el aire, como cada semillita de trigo en la masa.
¿Dónde estaré?
Sigo siendo todo lo que alguna vez fui y seré.