jueves, 19 de abril de 2018

Forma terrenal

Me gusta recoger las conchas que deja el mar en la playa. Me pregunto si son un desecho, o un obsequio por su parte.
Las observo en mi mano mojadas, y las guardo en el bolsillo de mi mochila en el que hay menos riesgo de que se caigan, y me las llevo a casa.
Sobretodo las que están rotas o desgastadas de modo que se les ve el iris del nácar. Las vuelvo a mojar, les quito la sal. Me pregunto qué hacer con tantas.
Son como piecitas de mí, reencontradas.

Las pienso destrozadas, como me imagino muchas veces a mí, cuando estoy harta de ser una figura en las láminas. Tan requetemezcladas que podrían estar en puntos opuestos del planeta cachitos de la misma caracola, que ya no es caracola ni es una, ni es más cosa concretada...
¿Cuál de todas estas partículas de arena se va a pegar a tus piernas, de qué coral desintegrado es ese puntito de color rosa en tu espalda?
Quizás nació en la misma cala en la que te bañas o quizás haya viajado alrededor del globo durante milenios, o durante semanas; yo me pregunto, quién se bebió la cerveza que contenía este vidrio pulido, de qué casa reventada se han caído este azulejo, este ladrillo, este pedazo de aglomerado podrido, este cristal de una ventana? ¿Quién habrá visto a través de ella, y qué cosas? ¿De qué animalito sería este huesito? ¿Sería siquiera criatura del agua?
Cómo brilla el mundo molido y desfigurado y despojado de todo su nombre, y significado en tu cara, como una estrellita lejana.

Eso es lo que soy, a veces. ¡Casi como nada! Otras veces, soy una conchita seleccionada que puedo rodear completamente con mi mano y colocar al lado de una figurita de porcelana. O de barro. A veces incluso me siento tan grande como esas enormes caracolas con las que se hacen lámparas. O más bien mediana, de las que te pones en la oreja para escuchar tu propia circulación, tu propia ciudad ajetreada, tu propio rumor de bosque, tus propias olas muriendo incesantemente sobre la playa.
Y así es que yo soy tantas cosas imposibles de reconocer, batidas por el océano, escupidas al continente hasta formar una conveniente rampa para acercarnos sin peligro a él. Así yo dejo de existir para seguir existiendo. Y así yo abrazo la costa entera a la vez que solo soy un granito nunca perceptible por sí mismo, invisible como todas las gotitas de agua que aúna el río, como todos los suspiros que disuelve el aire, como cada semillita de trigo en la masa.


¿Dónde estaré?
Sigo siendo todo lo que alguna vez fui y seré.

lunes, 9 de abril de 2018

Deseo terrenal XVIII

Me gustaría llorar, como tú.
Tronar, como tú;
tirar abajo postes de luz
y dejar sin servicio a medio pueblo.
Me gustaría adueñarme como tú de la primavera, picar al sol diciéndole, ¿a qué esperas?
Y ponerme delante de él cuando esté cerca.

Por más que revuelva la tierra, está seca.
Por hondo que trate de llegar, no hay humedad, 
ni acuífero alguno en su litosfera.
Reborbotar un poquito, por algún huequito, quisiera.
Pero estoy cuarteade
y desierte.

Como cuando en verano se está sediente y en plena tarde se abre el grifo con una jarra lista para ser llena.
Pero está cortado el suministro.
Hay un ruido sinuoso en el abismo de los caños 
y un quejido aspirado en la boquita del mismo, que nos deja
a la suerte de alguna botella de tienda.

Y ojalá así yo pudiera comprar para mis ojos
un descongestionante cualquiera,
que me baje de paso la fiebre que a los mismos quema,
y que sepa, ya que estamos,
a fresa.

A veces los dramones son las únicas películas que me interesan, 
para mojarme la cara caliente un par de cascaditas frescas.
Un alivio vicario como la masturbación soltera.
Parece funcionar hasta que siento de vuelta
cómo dentro de mí el agua pesa. Cuánto. ¡Desde cuándo!

Aquí viene otra vez la tormenta...

sábado, 7 de abril de 2018

Deseo terrenal XVII

Abro el gran arcón y te encuentro dentro
agazapada. Fría, casi en un bloque de hielo congelada; preservada en el tiempo, tanto tiempo. Como si hubieras pasado eras enteras enterrada bajo alguna construcción arcaica, yo te voy descubriendo ahora, limpiándote el polvo, como se limpian a sí mismos los animales las llagas. Muy despacito; son mis manos en tu cuerpo herido las más delicadas, pues eres la más valiosa reliquia hallada, eres lo que más miedo tengo de romper. Quisiera saber con qué colores fuiste originalmente
pintada.

Se abre el arcón solo a veces, cuando en la noche tengo las orejas tapadas por la música. Si me concentro en ella, puedo ser un poquito olvidada.
Y tú surges esperando que te dé entrada al mundo real.

Siempre sonriendo. Aún cuando sigues, oh, seguimos, las dos atravesadas por espinas, por espadas, de pescados, de zarzas. De rosas y falsas
acacias. No sé por dónde tirar ni cómo coagular luego una piel ensartada. No soy yo quien sana, si bien lo quisiera. Si tanto quisiera ser balsámica... sacarte de ahí y envolverte en plantas. Tirarte de encima las sofocantes mantas de la debilidad y el delirio. Poner en tu corazón un lirio. Y un nombre como un beso en tu cara. Siempre sonriendo pero ya no más forzada. Ya no más avergonzada y minimizada como las miguitas del pan que se devoró. Ya no más escondida en el arcón, dejando que te ignore... dejándome invisible a mi mirada.

A veces, me miro en el espejo y mi pupila, más negra que nada, enlaza con su reflejo un túnel al infinito. No hay choque, no hay salida ni entrada; no hay luz alguna al final. Me pierdo en la oscuridad, sabiéndome atrapada. Aunque me marche del espejo y deshaga el rosco cósmico de mis miradas, sigo sintiéndome abandonada en esa dimensión cerrada. Supongo que tú vives ahí. Ahí es donde estás detrás de esa alegre fachada. Quiero dejarme llorar, si así te pueda liberar hecha agua. ¡Lo que siempre quise hacerme! Pero
yo no soy quien sana.
De arena son mis lágrimas.